jueves, 15 de septiembre de 2016

Campanas y mallos (y 2)

Combate incruento

José I. Martín Benito

Santiago peregrino. Colegiata de Bolea.
La mañana del 8 de abril se presenta, contra todo pronóstico, limpia. El temporal anunciado debe estar mucho más al norte, en el Pirineo, o tal vez al este, en las tierras ilerdenses, pero aquí, en Huesca, el castillo de Montearagón se levanta en su cerro, libre de grises, con un intenso azul por montera. Los viajeros enfilan la larga recta que les separa de la ciudad y antes de las diez de la mañana se plantan delante de San Pedro el Viejo. A esa hora no hay nadie en el templo, sólo la encargada de expedir los boletos de la visita. Como si fueran retirando invisibles cortinas, penetran en un pequeño claustro donde todavía no ha entrado el sol, para hacerlo luego en una diminuta capilla que guarda los despojos de Alfonso I el Batallador y Ramiro II el Monje. Parece como si con ello se quisieran dar la mano los polos contrapuestos, las dos caras de una misma moneda de aquella España que unía la guerra y el convento. La espada y la cruz se unen pues en esta capilla mortuoria. Para la tumba del rey campanero eligieron un sarcófago romano, como si con ello quisieran enlazar la estirpe aragonesa con los ecos de Sertorio, el general rebelde amigo de los hispanos.

La carretera atraviesa el Venia y luego remonta el Sotón hasta llegar a Bolea. La colegiata se alza sobre un promontorio que domina la llanura de la Sotonera. En el retablo de San Sebastián, junto al mártir, un obispo francés acéfalo, San Nicasio. Cuenta la tradición que el prelado de Reims cantó un salmo en el momento que el verdugo le separaba su mitrada testa del tronco y por eso la lleva entre las manos. Los viajeros se estremecen pensando que la sombra del rey Ramiro de nuevo les acecha. Eso fue por la mañana. Por la tarde, volverá la pesadilla cuando se encuentren con la cabeza del Conde de Aranda en una vitrina del museo de San Juan de la Peña. “¿A este también le cortaron la cabeza?”, pregunta Rodrigo.
Castillo de Loarre.
De Bolea a Loarre, inexpugnable fortaleza pétrea que guarda los prepirineos. En su origen, junto con Marcuello, formaba una línea defensiva frente a las plazas musulmanas de Bolea y Ayerbe. De nuevo aquí clero y milicia se dan la mano. El ábside de la iglesia se convierte en avanzado torreón sobre el vacío, rodeada de recios muros. Hoy, sin embargo, la peña se muestra accesible, pero tras duras rampas. La caballería ha sido sustituida por los automóviles y el cerco se produce ahora por el lado norte, a tiro de ballesta. Cuando la retaguardia alcanza la explanada, el asalto ya se ha producido. Cientos de infantes corren por sus laberínticas dependencias y profanan la cripta y su iglesia, con su panoplia de cámaras fotográficas. Son estos los nuevos moradores temporales, que vienen y se van en un abrir y cerrar de ojos. Mientras arriba, a la altura de las cumbres, los buitres parecen esperar el final de tan incruento combate.

El mediodía ya ha pasado en Ayerbe. Huele a pan y a tortas en la plaza. En una esquina hay una tienda con productos de la tierra y “souvenirs”. La regenta una paisana de la diáspora, de Morales de Rey para más señas. Los viajeros la encontraron de casualidad. Entraron a comprar una postal para una amiga que lleva el apellido de la villa, por lo que debieron nombrar Benavente y aquella, atenta, se descubrió. Por Ayerbe estuvo de niño Ramón y Cajal y algunas placas en las calles lo recuerdan. Por allí también está un edificio que resiste decrépito el paso del tiempo; en el dintel de la puerta hay ¡vivas! con retratos de Franco y José Antonio, ajadas pinturas de un tiempo en blanco y negro. Pero Cronos también afecta a la luz de las estrellas: el palacio de los Marqueses, desvencijado, espera el soplo de los euros del Rhin o, tal vez los del Ebro, más próximo, sí, pero quizás más lejano.


Mallos y villa de Aguero (Huesca).
Los viajeros se reponen en una casa de comidas y después, cuando ya el cielo se ha ido tornando gris, ponen rumbo a la tierra de los mallos, enormes peñascos verticales que parecen crecer como Babeles. Eso si antes no se desploman y en su cataclismo se llevan iglesias y caseríos, que todo es posible. Prevenidos, los visitantes realizan la instantánea para retener la imagen de aquellos colosos. Los mallos de Agüero y Riglos son primos hermanos de la puerta de Roldán. Unos y otros se forjaron en una época en que los gigantes dominaban la Tierra. Muchas espadas y guerreros de leyenda tuvieron que emplearse para tallarlos.

De Agüero a San Juan de la Peña, remontando en parte el curso del Gállego. En Murillo el ábside de su iglesia recuerda el de la fortaleza de Loarre. Los viajeros bordean el pantano de la Peña y por una carretera solitaria e interminable, buscan los monasterios. Los pinares están atestados de nidos de procesionaria. Será porque es Semana Santa y hasta las orugas se asoman a la ruta para hacer también sus particulares desfiles. Eso sí, aquí en silencio. Los tambores quedan más al sur.


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1 comentario:

Robin dijo...

Gracias por explicar esto. Me convence la idea de que Aragón es una gran olvidada y que hay que perseverar en el conocimiento de su historia.