lunes, 13 de marzo de 2017

Del Órbigo al Henares (3)

LOS HUESOS DEL ARCIPRESTE
Castillo de Torija (Guadalajara).
José I. Martín Benito

Se han detenido los viajeros en Torija, camino de Hita. Quieren admirar el castillo que descubrieron el Viernes Santo desde la autovía camino de Sigüenza. De nuevo los Mendoza salen a su encuentro. Lo que menos esperaban encontrar allí es un museo dedicado al “Viaje a la Alcarria”, ubicado en la torre del homenaje, con recuerdos, aperos y fotografías del periplo que Cela hizo por estas tierras. Por allí andan pues el Félix, don Mónico, las Tetas de Viana y la señorita Julia, la maestra de Casasana, “una chica joven y mona, con cierto aire de ciudad”. Ya de regreso a Benavente, los viajeros comprobarán que Torija tiene su propia página en la red, desde donde se accede a otra dedicada monográficamente al viaje del escritor de Padrón. Andar caminando por la red debe resultar menos cansado que hollar las tierras alcarreñas en la dura posguerra.
El Empecinado, por Goya.


Los viajeros se despiden de Torija y del espíritu de “El Empecinado”, que anduvo por estos lares destripando gabachos y volando los muros del castillo para que éste no cayera en manos enemigas. Por carreteras ya familiares, bajan a Torre del Burgo. A lo lejos divisan una población, arropada en torno a un empinado cerro, que se les antojaría un volcán, de no conocer ligeramente la geología de estas tierras. Intuyen que, por la distancia, debe ser Hita, lo que comprueban una vez que enlazan con la carretera que une Jadraque con Guadalajara. 
Los viajeros han entrado en la villa por la puerta de Santa María preguntándose por el recuerdo de Juan Ruiz. Y allí está, sólo doblar el arco que se abre en la antigua muralla, la plaza del Arcipreste, con su café homónimo. Tras la plaza, les salen al paso las ruinas de San Pedro y muchos solares abandonados, sin construir, ecos de una guerra civil (la del 36) que dejó prácticamente arruinada la villa. Por la calle de la Cerería buscan la iglesia de San Juan. En su interior, un grupo de mujeres entona cánticos de ensayo. El zócalo está compuesto por laudas sepulcrales en caracteres góticos. Preguntan los viajeros por los huesos del Arcipreste, pero una de las mujeres les responde que no sabría decirles dónde fue enterrado. De regreso al punto de partida, se imaginan a doña Endrina paseando por la plaza con donaire, figura y alto cuello de garza; al mismo tiempo se preguntan si la Hita de entonces fue capaz de inspirar el “Libro de Buen Amor”, adobado con el “Panfilus de Amore”. 
Panorámica de Hita.

La tarde se ha ido echando encima cuando ponen dirección a Cogolludo. La carretera es similar a la que corrieron en busca de Brihuega. Los viajeros se preguntan si podrán llegar a ver el palacio, dado lo avanzado de la hora. Cuando llegan, apenas queda luz para hacer unas instantáneas. El palacio está cerrado. Un grupo está parado delante de la fachada. Se acercan. Hay una mujer explicándola, con un libro y una gran llave en la mano. Se disponen a entrar. Los viajeros piden permiso para unirse a ellos. Es así como consiguen entrar en el recinto palaciego. El interior casi no existe. Visto así, la fachada parece un decorado. Esa misma impresión tuvo nuestra impetuosa guía Inés, cuando llegó a Cogolludo hace catorce años, después de haber estado de emigrante en Alemania. Inés Martín es de Aldeadávila de la Rivera, en los Arribes del Duero. Su vinculación salmantina la delatan los adornos charros que luce. Inés tiene una hija de alguacila en Torresmenudas, que antes estuvo en Benavente. Pero eso es otra historia que nos aleja del palacio. Dice nuestra guía que quieren reconstruirlo y devolverle buena parte de su integridad. Hace unos pocos años empezaron por el patio, pero el asunto va para largo. Cita Inés, de memoria, la valoración que Antoine de Lalaing hizo cuando en 1502 acompañó a su señor Felipe, el Hermoso, y a Juana de Castilla, quienes, desde Jadraque, se acercaron a admirar el palacio que don Luis de la Cerda se había hecho en la villa de Cogolludo. Escribía el de Montigny que el palacio “...vale siete de los nuestros... y es él más rrico aloxamiento que ay en Espanna”. Por esas mismas fechas, a propósito de la visita que hizo a Benavente, el mismo cronista dejó escrita una larga relación del castillo de los Pimentel, al que consideró “uno de los más exquisitos de España”. Aquella mansión, perdida la residencia de los duques de Medinaceli, comenzó su decadencia y deterioro, y corrió una suerte muy dispar. Fue cuartel general de “El Empecinado”, vaquería, lechería, cuartel de la benemérita, horno de asar, pastelería, almacén de maquinaría agrícola, salón del cine parroquial y toril en las fiestas patronales. Cuentan que también allí, como aquí, un anticuario norteamericano pretendió llevárselo a los Estados Unidos. Pero el de Benavente, sabido es, corrió peor suerte que el de Cogolludo, pues después de la venta al testaferro de Hearts, sus paredes, voladas con dinamita, fueron a parar, triturada la piedra, al firme de caminos y carreteras. Finis gloriae mundi.

Palacio de Cogolludo (Guadalajara)

(Concluirá)

Este artículo puede verse también en La Crónica de Benavente.

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