viernes, 23 de marzo de 2018

Calles, plazas y ermitas de Sevilla

TRIANA, PUENTE Y APARTE

 José Ignacio Martín Benito

Estatua de Velázquez (plaza Duque de la Victoria)
En el Museo de Sevilla están -sí- los jardines, pero no hay rastro del joven pintor desesperado por la huída de su “Triniá”. En eso estaban los viajeros, evocando a Miguel de Molina y a Carlos Cano, bajo la estatua de Murillo, cuando deciden que lo que han venido a ver son los lienzos de la escuela barroca sevillana; así que dejan la copla por el pincel y recorren los muchos patios y salas del antiguo convento de la Merced.

Saciado el espíritu, desde el Arenal se dirigen a los Reales Alcázares, no sin antes pasar por el plateresco ayuntamiento de Riaño y envolverlo en su cámara digital. Pero la entrada en los Reales es complicada, de efectos retardados. No es, "vamos a entrar" y ¡hala! "ya estamos". Los viajeros, como tantos otros, deberán esperar a que la cola que les precede sea engullida por las fauces del león que guarda la puerta; sólo así entrarán en la morada del rey don Pedro y podrán admirar los azulejos, atauriques y mocárabes.
Pero los visitantes quieren empaparse del alma sevillana al otro lado del río. Por la tarde, bajarán hacia la torre del Oro y cruzarán el puente que les lleva a la margen izquierda.

Triana es a Sevilla lo que el Trastévere a Roma. El río sigue fluyendo, se llame Betis, río Grande o Guadalquivir, que lo de menos es el nombre, mientras lo surquen galeras, bajeles o piraguas; mientras corra por la depresión en busca del océano. El río baja sucio en su curso bajo. Un barbo muerto flota vientre arriba. También, en los jardines de los Reales Alcázares, una tórtola sin vida, rodeada de hojas marchitas, espera volver a ser polvo de la tierra.
Tórtola muerta en los Reales Alcázares.

Para acceder a los embarcaderos hay que buscar la entrada entre restaurantes. Allí bajarán los viajeros, no para comer –que ya lo hicieron- ni para subirse a una barca, sino para ver los reflejos de la torre del Oro en las mansas aguas del río.
Por la calle de Troya, los visitantes se dirigen al corazón de Triana. Una placa recuerda que en otro tiempo se llamó de La Cruz, ambiente de la novela cervantina de Rinconete y Cortadillo en el patio de Monipodio.


¡Quién lo iba a decir!, pero en uno de los bares de Triana, los viajeros se toparon con una fotografía de Barrio de Sanabria, de Paisajes Españoles. Ya lo ven, pusieron rumbo al sur y el norte, como una sombra, les persigue. Pronto encontrarán la explicación; el padre del camarero es oriundo de tierras sanabresas, donde tiene una casa a la que la familia retorna todos los veranos. En el interior, se ofrecen varias participaciones de la lotería de Navidad, tanto de la Hermandad del Cachorro como de la Esperanza de Triana. A la salida descubren más ecos sanabreses; no habían reparado a la entrada en el nombre del establecimiento: “Bar Remesal, especialidad de caracoles”. Y es que el norte está tan lejos y tan cerca. Por la mañana, en la calle Sierpes, los viajeros se encontraron con Paco, un maestro zamorano al que conocieron hace veinticinco años. Ahora vienen a saber que organiza viajes y, durante estos días, está en Sevilla de visita con unos amigos.

Torre del Oro y río Guadalquivir.
Es a la ermita del Cachorro a dónde encaminan sus pasos los viajeros. Antes pasarán por la iglesia de la Hermandad de la Divina Pastora. Estamos aquí en el corazón de la religiosidad sevillana, a este otro lado del río. Y es que, como dicen sus habitantes: “Triana es puente y aparte”. Aquí se dan la mano béticos y sevillistas, que el color alcanza las humanas pasiones y, así, en la calle de Rodrigo de Triana, los colores van del blanco al verde y del verde al blanco.

Cuando llegan, por fin, a la ermita, acaba de terminar una boda. Una limusina recoge a los novios. Ya no hay devotos en la iglesia, tan sólo cuatro turistas y los recién llegados.
El regreso a Sevilla lo hacen por el puente del Cachorro, hacia el barrio del Arenal, hasta la plaza del Cabildo. Todavía tendrán tiempo de comprar los “dulces de las monjas”. Observan los viajeros que los sevillanos deben ser muy golosos, pues formando cola aguardan pacientemente su turno para comprar los exquisitos manjares en un pequeño y especializado local.

Poco más les entretiene por hoy en Sevilla, como no sea adquirir algunos azulejos y objetos de cerámica. Por estar, se quedarían más tiempo, pero los cuerpos están cansados y desean retornar a Carmona.
Azulejo con la Divina Pastora.

* 8 de diciembre de 2007

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