José Ignacio Martín Benito
Túmulo. Carmona. |
Vienen a saber que, caído en desuso, los habitantes de la ciudad llegaron a utilizarlo como camposanto. En este, hicieron lo mismo que los isleños en el teatro de Alcudia; y es que los espacios bulliciosos, andando el paso del tiempo, enmudecen y se transforman en lugares de quietud, donde habita el olvido. Al fin y al cabo todo vuelve al polvo.
Los viajeros reflexionan sobre el ruido y el silencio y se dicen que si guerra dan los vivos, también la dieron los muertos. Los humanos pasan tanto tiempo pensando en cómo vivir como en preocuparse por las comodidades del eterno descanso.
Tal vez por eso, aquí, en Carmona, se labró para los muertos una ciudad bajo la tierra. No todo es olvido, que la memoria pervive más allá de la muerte, sobre todo cuando alguien se molesta en dejar grabados nombres y hechos. En Carmona, las generaciones se han sucedido, pero los nombres de Servilia y de Postumio permanecen. Como también sus espacios de eternidad; violados, sí, pero mostrados al mundo por el empeño de un inglés decimonónico. Acaso en eso consista la inmortalidad, cuando los nombres perduran dos mil años después del óbito.
De Carmo a Hispalis.
De la calma de los muertos al bullicio de los vivos. Tropel de gentes
en la plaza de España; cuadrillas que buscan su banco provincial, como
quien busca el Grial, sólo que el banco lo encuentran y con eso se
conforman.
Columnas humanas suben y bajan sin descanso al campanario de la catedral. Si don Fermín desde la torre de la seo ovetense escudriñaba la vida de Vetusta, desde la Giralda podría intentarse algo parecido e indagar por los amores perdidos de la mocita más bonita de un conocido barrio, por los recuerdos infantiles donde maduran los limoneros o por la lunita plateada y las dos cruces del monte del Olvido.
Pero la magnitud de la ciudad haría que sólo quedara en eso, en un intento, pues son muchos los rincones sevillanos. Además, el curioso “voyageur” podría quedarse ensimismado contemplando la ciudad, sus barrios y edificios y olvidarse de su oficio. Dejemos a los troyanos, mejor así.
Columnas humanas suben y bajan sin descanso al campanario de la catedral. Si don Fermín desde la torre de la seo ovetense escudriñaba la vida de Vetusta, desde la Giralda podría intentarse algo parecido e indagar por los amores perdidos de la mocita más bonita de un conocido barrio, por los recuerdos infantiles donde maduran los limoneros o por la lunita plateada y las dos cruces del monte del Olvido.
Pero la magnitud de la ciudad haría que sólo quedara en eso, en un intento, pues son muchos los rincones sevillanos. Además, el curioso “voyageur” podría quedarse ensimismado contemplando la ciudad, sus barrios y edificios y olvidarse de su oficio. Dejemos a los troyanos, mejor así.
Los viajeros bajan de la torre y salen por la
puerta de los Naranjos camino del barrio de Santa Cruz, con el recuerdo
de Carlos Cano. Entre tiendas de artesanía y “souvenirs”, llegan a la
plaza de Banderas. Muy cerca, los sevillanos hacen cola para comprar
“los dulces de las monjas”, expresión colectiva que por estas fechas
realizan los conventos de dueñas de la ciudad. Pero los viajeros, Fabio,
cambian el dulce por una manzanilla en la calle de Rodrigo Caro,
poético famoso, al tiempo que la tuna ha comenzado ya su serenata.
Museo de Sevilla. |
Los viajeros están cansados. Ya han visto a la Virgen de Montañés en el presbiterio de la seo y le han robado una imagen digital. Con eso se conforman, y con Carmona como refugio.
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