lunes, 27 de febrero de 2017

Moriscos en Ciudad Rodrigo (y 2)

EXPULSIÓN Y PERSECUCIÓN

 
Moriscos
José I. Martín Benito

La actuación del tribunal de la Inquisición frente a los judeo-conversos en los últimos años del siglo XVI fue el preludio de la intensa persecución que contra esta minoría tuvo lugar hacia 1620 en la frontera y obispado de Ciudad Rodrigo, lo que a la postre supuso la sangría de un grupo económico y social que buscó en la emigración extranjera una salida a la presión interna[1]. Poco antes, además, había tenido lugar la ejecución de los bandos sobre la expulsión de los moriscos, lo que en 1616 derivó en la ciudad en el encarcelamiento y procesamiento de personas acusadas de formar parte de esta minoría.


Ya vimos como en el obispado y Tierra de Ciudad Rodrigo fueron confinados varios contingentes de población morisca granadina y que el sínodo de 1592 incluyó una constitución persiguiendo la integración religiosa. No parece que el edicto de expulsión para los reinos de León y Castilla dada en 1610 tuviera un efecto total y directo en Ciudad Rodrigo. Buena parte de los moriscos buscaron certificaciones del obispo de ser buenos cristianos y eludieron así el exilio. De este modo, el conde de Salazar informaba que “en esta çiudad se an quedado 16 casas que avia en ella y su jurisdiccion con ynformaçiones de ser buenos cristianos, despues de aver pedido comisario para que los llevasen por carta del corregidor”[2].Otros, sin embargo, debieron marchar, pues en el apresamiento de 1616 el fiscal Juan del Arroyo denunciaba que a la ciudad se habían vuelto muchos moriscos de los que fueron expulsados.

Familia morisca.
La cuestión morisca no quedó saldada. Entre 1612 y 1614 se publicaron nuevos edictos. Dado que muchos se quedaron o regresaron, la Corona volvió a publicar varios bandos y reales órdenes destinadas al prendimiento de sus personas y al embargo de sus bienes.

En abril de 1616, el presidente del Consejo de Castilla enviaba una carta al corregidor de Ciudad Rodrigo recriminándole el poco celo que se había tenido en el distrito en lo tocante a la expulsión de los moriscos: “Su magestad a entendido que al distrito de ese corregimiento se an vuelto y quedado muchos moriscos, sin que vuestra merced ni sus ofiçiales les hayan fecho demostraçion alguna con su castigo…”. El corregidor actuó ahora diligentemente. Ese mismo día dictó autos de prisión contra seis personas acusadas de ser moriscos, cinco de ellas vecinas de la ciudad y otra del lugar de Peñaparda, al tiempo que mandó pregonar en la plaza mayor de la ciudad un bando para que los que supieren de moriscos lo declararan[3]. La mayor parte de ellos fueron apresados y llevados a la cárcel real de la ciudad, contra los que algunos recurrieron, alegando ser cristianos viejos. Sin embargo, el fiscal les acusaba de haber falsificado sus cédulas:
“Juan del Arroyo fiscal de su magestad … digo que a esta çiudad se an buelto muchos moriscos los que fueron echados con los demas que salieron de esta çiudad por se aber aberiguado ser tales moriscos y aber pagado su rrepartimientos y farda con los demas sus compañeros y al presente an sido los que se an buelto los moriscos siguientes: Bartolome Hernandez, melonero, morador a Santa Clara; Francisco Garçia, xardinero en la guerta de don Fernando; Hernando Lopez, çapatero, morador en la calle de Ruesga en larrabal desta çiudad; Juan Lopez, cantero, morador a la iglesia mayor. Y estos tales fueron presos con otros consortes que se allaron aber quedado en la jurisdiçion de esta çiudad y mostraron sus informaçiones de cristianos biexos las quales fueron fechas con siniestra rrelaçion y algunos dellos se dieron por libres y lo apele de todo lo proçesado para ante el rrey nuestro señor por constarme aber sido sus ynformaçiones y echas sin parte y ser tales moriscos…”.
Expulsión de los moriscos, por Carduccio.
Los moriscos granadinos que se habían quedado en Ciudad Rodrigo alegaron ser cristianos viejos. Algunos, incluso, para impedir la expulsión alegaban tener privilegios del tiempo de los Reyes Católicos. Fue el caso de Diego Hernández Albuntari y Fiñán, criado -despensero- del obispo de la ciudad D. Jerónimo Ruiz de Camargo; el citado Diego fue hecho preso en la redada de abril de 1616. Anteriormente, Diego Fiñán había sido apresado en varias ocasiones en Ávila, acusado de ser morisco, a lo que respondió eximiendo cédula que le acreditaba ser cristiano viejo, bisnieto de Luis Fernandez Alguntari, caballero moro de Zújar en la jurisdicción de Baza, el cual en 1501, junto a otros doce caballeros, se habría hecho cristiano, siendo exento por los Reyes Católicos de toda contribución morisca. Probablemente Diego Fiñán acudió a Ciudad Rodrigo entre marzo y noviembre de 1615 escapando de la presión en que se veía envuelto en Ávila, donde había conocido al obispo civitatense, cuando este fue canónigo magistral de aquella catedral entre 1594 y 1613[4]. El magistral había intercedido por él con motivo de la expulsión de 1610, ayundándole a conseguir certificación de ser buen cristiano[5]. Es probable que, ahora en Ciudad Rodrigo, el obispo intercediera de nuevo por su criado, pues al mes de su prisión, y a propuesta del arzobispo de Burgos, fue sacado de la cárcel y entregado en fianza y para su custodia al prelado. Al menos otros tres apresados lograron también ser puestos en libertad bajo fianza, después de recurrir ante el corregidor y ante el conde de Salazar, encargado de dirigir la expulsión. Fue el caso de Bartolomé Hernández y Francisco García, vecinos de Ciudad Rodrigo y de Juan de Herrera, vecino de Peñaparda y natural de Alba de Tormes.
Vélez (Málaga) Civitatis orbis terrarum, 1570.

Socialmente eran individuos que se dedicaban a la agricultura o al artesanado. A la relación de los mencionados por el fiscal Arroyo que ejercían oficios de melonero, jardinero, zapatero y cantero, junto con Diego Fiñán, despensero, hay que añadir a Juan de Herrera, labrador en Peñaparda. Algunos de estos moriscos figuran en las relaciones que se hicieron en 1595 y 1596, como del partido de los Vélez, caso de Bartolomé Hernández y Juan y Hernán López, que habían casado con cristianas viejas, al igual que Francisco García, del partido de Huéscar[6].

Notas:

[1] P. Huerga Criado, En la Raya de Portugal (Salamanca, 1993).

[2] Informe del conde de Salazar sobre la expulsión de los moriscos de Castilla, 4 de enero de 1611. A.G.S., Estado, leg. 235. En H, Lapeyre, Geografía de la España morisca (Valencia 1986,312).

[3] Esta y las siguientes informaciones en A.M.C.R. Grupo 36, Caja 1, doc. 21.

[4] Sobre el pontificado de Ruiz de Camargo nos informa su contemporáneo G. González Dávila en su Theatro eclesiástico.. .Op. cit. (Salamanca 1618, 43-44).

[5] S. de Tapia Sánchez, La comunidad morisca de Avila. (Salamanca 1991, 384).

[6] F. Sierro Malmierca, Op. cit. (Salamanca 1990, 53-63).



miércoles, 22 de febrero de 2017

Del Órbigo al Henares (2)


DE CASTILLOS Y JINETES

Atienza, Pastrana, Brihuega y Recópolis


Castillo de Atienza. Foto Josemguijarro
José I. Martín Benito

Al bajar al valle, los viajeros hacen un alto en el camino para contemplar la villa de Atienza y quedarla registrada en la retina de su cámara fotográfica. Buscan el castillo, enclavado en la peña fuerte, y rodean el cerro. A media altura dejan sus mecánicas cabalgaduras y encaran la que fuera, en otro tiempo, inexpugnable peña. Ya no hay guardias, ni sarracenos, ni cristianos, ni soldados napoleónicos. Los franceses se llevaron muchas alhajas y no sé cuantas arrobas de plata, pero otras tantas dejaron. Por allí andan, entre los museos de San Gil y de San Bartolomé, para deleite de visitantes. 
Pero estábamos subiendo al castillo... Romería impenitente ésta de Viernes Santo, aunque cerca de la iglesia de Santa María del Rey se conserven los restos de un antiguo Vía Crucis. En la peña, dos aljibes y el torreón, todo franqueable y ruinoso, pues las cicatrices del tiempo son más profundas que las de las lombardas y otros ingenios militares. En la azotea de la torre del homenaje se escuchan varias lenguas, todas ibéricas, mientras el panorama se pierde camino de no se sabe dónde.
Los viajeros cruzan y salen de Atienza con la rapidez de una puesta de sol. Atrás quedaron los fósiles, las tiendas de artesanía no visitadas y las iglesias, unas abiertas al culto y otras reconvertidas en muestras de arte sacro. De regreso a Guadalajara, por carreteras con mil y una curvas, pasan por Jadraque, en cuyas alturas se yergue imponente y luminoso el castillo de los Mendoza. Poco después, entre tinieblas, descubren Hita y deciden volver al día siguiente.
Vista de Pastrana (Wikimedia).
La mañana del Sábado de Gloria marchan los viajeros hacia Pastrana por la sinuosa carretera de Hueva. Andan los mercaderes en el templo: la iglesia del extinguido convento de San Francisco (antigua casa de oración) acoge una Feria de Miel de la Alcarria. Mientras, en la plaza del Deán, una jauría de perros enjaulados y las furgonetas que los transportan ocultan la oficina de turismo, todavía cerrada a pesar del horario de apertura que se anuncia en la puerta. Abajo, en la plaza de la Hora, han aposentado sus reales una churrería y una pista de coches de choque con su carpa. Así que no tienen los viajeros la impresión de encontrarse en una ciudad medieval, como la tuvo C. J. Cela en 1946, ni mucho menos estar en una plaza despejada, sino con falta de aire. Por lo demás, el palacio de la de Éboli está cerrado, en restauración; arena, andamios y vallas acaban por estrangular el espacio. 

El suelo de las calles de Pastrana está sucio. Los viajeros no pueden por menos de hacer una comparación odiosa con la pulcritud de Sigüenza. En la plaza de la Fuente de los Cuatro Caños hay una antigua pescadería trocada ahora en tienda de ultramarinos. Sus pasos les han guiado hacia la Colegiata, donde pretenden admirar los tapices de la toma portuguesa de Arzila. Cruzan la verja y entran. Preguntan por el museo, pero les dicen que vuelvan más tarde, hacia las 11,30 h., a ver si se va formando un grupo. Salen. En la calle de la Palma, unas yeserías medio ocultas y un rótulo anuncian una primitiva sinagoga. Hay un gato en la ventana y un hombre a la puerta.

Museo de los Tapices de Pastrana.


Tapiz de la toma de Arzila (detalle)
De regreso a la iglesia, leen los barrocos epitafios y, tras esperar que la guía terminara de colocar las flores en los altares, pueden pasar, por fin, a admirar los tapices, imágenes y ricos ornamentos litúrgicos. Anda por allí una talla del profeta Elías atribuida a Salzillo, gemela de otra vista en Sigüenza. Luego, bajan a la cripta de los duques y escuchan la historia de cómo doña Ana de Mendoza perdió el ojo y cómo, siendo aún una niña, la casaron con Rui Gómez de Silva, veintitrés años mayor que ella. Salen por segunda vez de la Colegiata. Poco más les entretiene Pastrana, si no es una caótica circulación del tráfico; así que, como pidiendo auxilio, buscan ansiosos el Tajo en Zorita de los Canes para escaparse a las ruinas de la despejada Recópolis.
Puerta de la Cadena. Brihuega. Foto de Håkan Svensson (Xauxa).
Del Tajo al Tajuña. Bordean el pantano de Borlaque, después de haber dejado atrás la nuclear de Zorita y por Sayatón y Anguix buscan la general en Sacedón. De allí a Tendilla. Al comenzar la tarde están los viajeros en Brihuega, la que coronan, dejando atrás unos últimos kilómetros de carretera estrecha, plagada de curvas, baches e irregular asfalto. Después de comer, bordean la muralla. Una placa en el Hostal “El Torreón”, al lado de la puerta de La Cadena, recuerda que Cela pernoctó allí en sus dos viajes a La Alcarria. Tres jinetes a caballo parecen saludar a los transeúntes antes de llegar a la plaza de toros, construcción de los años sesenta, perfectamente integrada en el caserío. Cerca está el castillo de la Peña Bermeja y la iglesia de Santa María, que permanece cerrada. Brihuega está limpia y, en parte, restaurada. Apenas si se reconocen las cicatrices de la guerra civil, como no sea en los viejos álbumes de fotografías. ¡Lástima el estado de la Real Fábrica de Paños, arquitectura que perece, en contraste con la savia que fluye en su jardín romántico! Es éste “un jardín para morir, en la adolescencia, de amor, de desesperación, de tisis y de nostalgia”, como dejó escrito don Camilo.
Desde Brihuega se dirigen los viajeros a Hita, en busca de Trotaconventos, pero se topan en medio con Torija y deciden entrar.

(Continuará)


viernes, 17 de febrero de 2017

Moriscos en Ciudad Rodrigo (1)

UNA MINORÍA SOCIAL

Moriscos en Granada, grabado de Joris Hoefnagel (1564).

Después del forzoso desplazamiento de la población morisca del Reino de Granada tras la guerra de Las Alpujarras de 1570, quedaron repartidos por las coronas de León y Castilla buen número de moriscos, recalando en Ciudad Rodrigo unas cincuenta familias. La iglesia civitatense, en especial en el pontificado de Martín de Salvatierra, intentó su integración religiosa con decretos sinodales. A pesar del confinamiento, algunos lograron dispersarse hacia otros lugares, tanto de Castilla como de Portugal. Tras el decreto de expulsión de 1610, una parte de los moriscos se quedó o retornó, por lo que la Corona publicó varios bandos destinados al prendimiento de sus personas y al embargo de sus bienes. Todavía en 1616 llegaban a Ciudad Rodrigo aquellas órdenes y el corregidor se apresuró a ejecutarlas.
 
 
Antecedentes. Moriscos en Ciudad Rodrigo en el siglo XV

Bautismo de moriscos en 1501. Capilla Real de Granada.
Apenas tenemos datos de la minoría mudéjar o, en su caso, moriscos antiguos. Los testimonios documentales son muy escuetos. En 1466 la reina doña Juana se dirige al concejo de Ciudad Rodrigo para que les libren las rentas de las alcabalas y tercias recaudadas por Gil Ferrández, “con todos los maravedís que montan e montaren la cabeça del pecho de los judíos e moros de esa dicha mi çibdad e su tyerra….”. En el padrón de 1486, en la colación de San Juan con el barrio de Carniceros se cita a un tal “Talavera, moro”, que estaba entre los pecheros medios con 40 mrs. y en la colación de San Benito vivía “La Moranta”, con un pecho de 15 mrs. Poco más explícito es un nuevo padrón, elaborado por las mimas fechas, que recoge en la colación de la Rinconada y San Benito a “Pedro, marido de Francisca, La Moranta” y a “Pedro, hijo de Marina La Moranta” y en la calle de Diego Ruvio a “Isabel La Moranta”[1]. En 1492, el testimonio de Juan Pacheco ‑en favor de la restitución del buen nombre, de su suegro, Diego Álvarez, quemado por la Inquisición un año antes en Auto de Fe‑ alude a “Gaspar Triana, morisco conbertido, que de antes se llamaba Hudava…”[2].


La España morisca, según Lapeyre (1581)

Moriscos en el siglo XVI


El Sínodo de 1592 incluía una constitución que tenía como objetivo la integración religiosa de la minoría morisca que, después de la Guerra de las Alpujarras (1568‑1570), había sido repartida por el interior de los reinos de León y Castilla. Las autoridades no fueron muy celosas en el cumplimiento de lo contenido en las pragmáticas sobre el control de la población deportada, pues muchos moriscos cambiaron su residencia y marcharon a otros lugares. Por ello, en 1583 el rey ordenaba al corregidor de Ciudad Rodrigo que no diera licencia para cambiar de lugar a los moriscos que habían sido repartidos en la ciudad y lugares de su tierra y jurisdicción; se pretendía con ello evitar el deambular errante de parte de la población morisca, a la que se achacaba “muchas muertes, robos y salteamientos y otros delitos”[3].

Mujeres moriscas.
 Una nueva partida de moriscos, compuesta por 269 personas, llegó a Ciudad Rodrigo después de un largo viaje desde las tierras de Andalucía Oriental, conducidas por el comisario Bartolomé Portillo de Solier[4]. En la ciudad del Águeda fueron confinadas unas cincuenta familias granadinas, procedentes de Huéscar, La Puebla, Castril, Baza, Vera, Purchena, Orce, Los Vélez y Murcia…[5]. En 1589 había en la diócesis civitatense 171 moriscos que se asentaban en Ciudad Rodrigo (129), Lumbrales (28) y Retortillo (13)[6]. La desconfianza sobre su sincera conversión y de cumplir por lo tanto con las prácticas de la religión cristiana estaba presente en los sectores eclesiásticos. Así, en el Libro Primero, título 7 De supplenda negligentia, capítulo 2º, del Sínodo celebrado por Salvatierra se recogía el mandato “que en cada Parrochia donde huviere Moriscos, el cura o su lugarteniente haga una lista de todos ellos, por la qual vea, si oyen Missa, y confiessan: los cuales multen, no lo hacienzo en un real por cada vez, para la lumbre de la Iglesia”.

El Rey estuvo obsesionado por la conversión y cristianización de la población morisca. En 1579 el obispo de Ciudad Rodrigo, Andrés Pérez, informaba a su majestad de que el morillo que le había enviado para adoctrinarle y bautizarle “se va instruyendo en lo necesario para recibir el santo sacramento del baptismo”[7]. Durante los años ochenta la Corona se planteó qué hacer con esta población. Se barajó su expulsión, opinión que mantenía Salvatierra. Si ello no se llevó a cabo fue por la falta de disponibilidad de una flota y de un ejército, pues las fuerzas militares estaban ocupadas en la guerra de Europa[8]. 

Mujeres y niña morisca.


Con población morisca en Ciudad Rodrigo y su interés por la integración religiosa, no debe pues extrañar la inclusión de un capítulo en el sínodo de 1592 sobre esta minoría. Además, no se olvide tampoco que el obispo Martín de Salvatierra había tenido contacto con los moriscos en las tierras del Levante, primero como inquisidor en Valencia y luego como prelado en Albarracín y Segorbe. En Segorbe intentó reformar las costumbres de la población morisca, y sobre la cuestión escribió y mandó imprimir en 1587 un memorial dirigido a Felipe II. González Dávila dice acerca de esto que “suplica en el acabe con esta gente, declarandola por enemiga del bien publico. Supieronlo los Moriscos, trataron de matarle…”[9]. El obispo era partidario no sólo del destierro sino del exterminio[10].


Por las listas hechas en 1590, 1595 y 1596 sabemos que parte de la población morisca confinada en Ciudad Rodrigo se había ido desplazando, con o sin licencia, a otros lugares: Salamanca, Béjar, Plasencia, Cáceres, Valladolid, Benavente, Sevilla, reino de Murcia… Otros vivían diseminados por la tierra de Ciudad Rodrigo, en villas y aldeas como Pedraza, Lumbrales, Diosleguarde, Peñaparda, Payo…. Algunos marcharon a Portugal, mientras de otros se desconocía su paradero. Varios moriscos que permanecieron en Ciudad Rodrigo acabaron integrándose con la población; fue el caso de algunos miembros del partido de Los Vélez, entre ellos “Juan Ramón, de veinte e cinco años… casado con María Hernández, cristiana vieja desta tierra”[11].

(Continuará)

Notas:


[1] Mª F. García Casar, Fontes Iudaeorum Regni Castellae. El pasado judío de Ciudad Rodrigo. (Salamanca 1992, 80 y 82, doc XXVI/1 y 107‑108, doc. XXVI/2).

[2] F. Sierro Malmierca, Judíos, moriscos e Inquisición en Ciudad Rodrigo (Salamanca 1990, 40).

[3]A.M.C.R. Grupo 36, caja 1, doc. 22. Real cédula dada en Aldea Gallega, el 14 de febrero de 1583, dando orden sobre tener en custodia en estos reinos a los moriscos.

[4] H, Lapeyre, Geografía de la España morisca (Valencia 1986,156).

[5] Se conservan listas de moriscos, elaboradas por el corregidor de Ciudad Rodrigo en los años 1590, 1595 y 1596, contemporáneas por lo tanto del pontificado de don Martín de Salvatierra. F. Sierro, Op. cit. (Salamanca 1990, 49‑63).

[6] H, Lapeyre, Geografía de la España morisca (Valencia 1986,164- 165).

[7] A.G.S. Patronato Eclesiástico, Leg. 136.

[8] H. Kamen, Felipe de España (Barcelona 1998, 229). Una opinión similar, al abordar los inconvenientes políticos de la expulsión, comparten R. Benítez y E. Císcar, “Conversión y expulsión de los moriscos”. En R. García Villoslada (dir), Historia de la Iglesia en España. IV. La Iglesia en la España de los siglos XVII y XVIII. B.A.C. (Madrid 1979, 303).

[9] G. González Dávila: “Teatro Eclesiástico de la iglesia de Ciudad‑Rodrigo…”, Theatro eclesiástico de las ciudades e iglesias catedrales de España. Vida de sus obispos y cosas memorables de sus obispados. Tomo I. (Salamanca 1618, 42).

[10] “..esta gente se puede llevar a las costas de los macallaos y de Terranova, que son amplisimas y sin ninguna población, donde se acavaran de todo punto, specialmente capando los masculos grandes y pequeños y las mugeres; llevando un año los del Reyno de Valencia a una parte, y otro los de Aragon a otra, y otro los de Castilla a otra”. P. Boronat y Barrachina: Los moriscos españoles y su expulsión. Vol. I. (Valencia 1901, 612‑634).

[11] F. Sierro, Op. cit. (Salamanca 1990, 49‑63).



Este texto forma parte de un artículo publicado en: VIII Simposio Internacional de Mudejarismo. Actas. Volumen II, Teruel, 2002, pp. 697-719.

domingo, 12 de febrero de 2017

Del Órbigo al Henares (1)

ECOS JERÓNIMOS

         

Palacio del Infantado (Guadalajara).
José I. Martín Benito

Por La Alcarria, el recuerdo de C. J. Cela asalta a los viajeros a cada paso del camino. En Guadalajara, en la calle Mayor Baja, cerca de la plaza del Ayuntamiento, la librería “La Alcarreña” luce una placa en su fachada, recordando que allí estuvo don Camilo por los años cuarenta. Es Jueves Santo y el comercio está cerrado. Apenas hay gente. Parece que hollan una ciudad fantasma, venida a menos. Sólo el palacio del Infantado, presidido por una reciente y monumental escultura del Gran Cardenal Mendoza, parece proclamar sus antiguas grandezas. El interior alberga la biblioteca pública y el archivo histórico provincial. Las paredes altas están llenas de “graffiti” y de huellas de oso (estas últimas sobre papel pegado indican un itinerario infantil) todo en consonancia con el abandono de los muros y accesos exteriores que dan hacia los jardines. En las grietas crecen algunas plantas que amenazan con destripar los paramentos. Los viajeros visitan también la con-catedral de Santa María y el convento de la Piedad, antiguo palacio de otro Mendoza, don Antonio, y reconvertido, desde los tiempos de Isabel II, en Instituto de Enseñanza Media con el nombre de Liceo caracense.
San Bartolomé de Lupina (Ilustración Española y Americana).

Pero quieren encontrar pronto los ecos jerónimos y, por eso, salen para Lupiana. Las ruinas de San Bartolomé están arriba, en las altas colinas que dominan el pueblo. Un cartel advierte que el monasterio es propiedad particular y que sólo se enseña los lunes. Apenas si pueden subir un terraplén y por la maltrecha cerca asomar la curiosidad. Aquí se celebraron los capítulos generales de la orden. Ahora los viajeros han venido desde el Órbigo, acaso por evocar las llegadas que en otro tiempo hicieron los priores desde la casa de Benavente. Tras los muros, sólo podemos imaginar, por el recuerdo de una fotografía, el claustro de Covarrubias y la búsqueda afanosa de Fray José de Sigüenza para escribir su Historia de la Orden de San Jerónimo. La paz de estos parajes es alterada por la machacona y ruidosa música que sale de un automóvil, en torno a la cual se congregan más de media docena de jóvenes llegados desde Madrid. No tienen aspecto de querer visitar el monasterio...

Fray José de Sigüenza (Salvador Carmona).
Los viajeros bajan al pueblo, toman un café y suben hasta la iglesia. Se cruzan con varias mujeres que bajan de los Oficios. Desde su explanada elevan la mirada al altivo y lejano San Bartolomé. En el interior del templo ya casi no queda nadie. Al bajar, pasan por el solitario lavadero público y, preguntando, conocen que todavía no es una reliquia del pasado, sino que, de vez en cuando, las mujeres lo utilizan.
 
Cuando regresan a Guadalajara, al ponerse el sol, la ciudad ha cambiado. Las calles se han llenado de gente para ver o asistir a la procesión. Sale el Nazareno de San Nicolás el Real cubierto por un manto ricamente bordado y se encuentra de frente en la plaza del Jardinillo con una estatua desnuda de Neptuno. Pero los cofrades y los fieles parecen ignorarlo. Sólo los viajeros advierten la disparidad de atributos: la cruz frente al tridente. Uno camino del Calvario –mañana será crucificado; otro, reclamando su reino en las aguas del Henares.
 
Al día siguiente los viajeros toman la ruta para Sigüenza. La mañana es fría, gris. Cuando divisan la ciudad, evocan tímidamente Albarracín –no sabrían muy bien por qué. Tras desayunar en el Hostal “El Motor”, plagado de fotografías de celebridades que han pasado a degustar sus platos, se dirigen a la recia y almenada catedral. Tienen la impresión de qué está cerrada, pero se equivocan, hay culto y visitas en el interior. Penetran tras la huella del Doncel y preguntan a un cura por don José, el obispo guinaldés: “Acaba de salir, debe haber ido a palacio”, les responde. Allí se dirigen, pero en vano, nadie contesta. 
 
La mañana huele a procesión y por las calles comienzan a aparecer caballeros andantes –sin caballo-, con coraza y yelmo, que portearán los pasos por una improvisada Vía Dolorosa. Los viajeros suben zigzagueando por varios rincones al Castillo de los Obispos, ahora reconvertido en lujoso parador de turismo. Sigüenza es una ciudad cuidada, limpia, con una marcada impronta episcopal en sus calles, plazas y edificios. Tras la visita al castillo, bajan por la calle del Portal Mayor, en busca del Arco y, desde aquí, por la Bajada de San Jerónimo se topan con la procesión, que ha ido incrementando los pasos desde que salió de la catedral. Encuentran a don José en palacio, que agradece la visita. En animada plática el tiempo pasa y con él, Ciudad Rodrigo, Fuenteguinaldo, Sajeras, amigos y conocidos comunes, el devenir de las diócesis pequeñas y el incrontolado crecimiento de las cercanas a Madrid. Cuando se despiden, quedan en verse el día 28 de abril en León, en la toma de posesión de don Julián, electo legionense.
 
Al mediodía la ciudad es un hervidero. Las casas de comida están llenas, repletas. Turistas semanasanteros que salen y entran. Les dan mesa para dentro de una hora. Los viajeros toman la carretera para Atienza, descubren el castillo y las murallas de Palazuelos y suben a comer, tranquilamente, a Pozancos. Atienza, la “peña muy fort” del Cantar del Mío Cid, les espera.

(Continuará)