REINO DE LEÓN

domingo, 12 de febrero de 2017

Del Órbigo al Henares (1)

ECOS JERÓNIMOS

         

Palacio del Infantado (Guadalajara).
José I. Martín Benito

Por La Alcarria, el recuerdo de C. J. Cela asalta a los viajeros a cada paso del camino. En Guadalajara, en la calle Mayor Baja, cerca de la plaza del Ayuntamiento, la librería “La Alcarreña” luce una placa en su fachada, recordando que allí estuvo don Camilo por los años cuarenta. Es Jueves Santo y el comercio está cerrado. Apenas hay gente. Parece que hollan una ciudad fantasma, venida a menos. Sólo el palacio del Infantado, presidido por una reciente y monumental escultura del Gran Cardenal Mendoza, parece proclamar sus antiguas grandezas. El interior alberga la biblioteca pública y el archivo histórico provincial. Las paredes altas están llenas de “graffiti” y de huellas de oso (estas últimas sobre papel pegado indican un itinerario infantil) todo en consonancia con el abandono de los muros y accesos exteriores que dan hacia los jardines. En las grietas crecen algunas plantas que amenazan con destripar los paramentos. Los viajeros visitan también la con-catedral de Santa María y el convento de la Piedad, antiguo palacio de otro Mendoza, don Antonio, y reconvertido, desde los tiempos de Isabel II, en Instituto de Enseñanza Media con el nombre de Liceo caracense.
San Bartolomé de Lupina (Ilustración Española y Americana).

Pero quieren encontrar pronto los ecos jerónimos y, por eso, salen para Lupiana. Las ruinas de San Bartolomé están arriba, en las altas colinas que dominan el pueblo. Un cartel advierte que el monasterio es propiedad particular y que sólo se enseña los lunes. Apenas si pueden subir un terraplén y por la maltrecha cerca asomar la curiosidad. Aquí se celebraron los capítulos generales de la orden. Ahora los viajeros han venido desde el Órbigo, acaso por evocar las llegadas que en otro tiempo hicieron los priores desde la casa de Benavente. Tras los muros, sólo podemos imaginar, por el recuerdo de una fotografía, el claustro de Covarrubias y la búsqueda afanosa de Fray José de Sigüenza para escribir su Historia de la Orden de San Jerónimo. La paz de estos parajes es alterada por la machacona y ruidosa música que sale de un automóvil, en torno a la cual se congregan más de media docena de jóvenes llegados desde Madrid. No tienen aspecto de querer visitar el monasterio...

Fray José de Sigüenza (Salvador Carmona).
Los viajeros bajan al pueblo, toman un café y suben hasta la iglesia. Se cruzan con varias mujeres que bajan de los Oficios. Desde su explanada elevan la mirada al altivo y lejano San Bartolomé. En el interior del templo ya casi no queda nadie. Al bajar, pasan por el solitario lavadero público y, preguntando, conocen que todavía no es una reliquia del pasado, sino que, de vez en cuando, las mujeres lo utilizan.
 
Cuando regresan a Guadalajara, al ponerse el sol, la ciudad ha cambiado. Las calles se han llenado de gente para ver o asistir a la procesión. Sale el Nazareno de San Nicolás el Real cubierto por un manto ricamente bordado y se encuentra de frente en la plaza del Jardinillo con una estatua desnuda de Neptuno. Pero los cofrades y los fieles parecen ignorarlo. Sólo los viajeros advierten la disparidad de atributos: la cruz frente al tridente. Uno camino del Calvario –mañana será crucificado; otro, reclamando su reino en las aguas del Henares.
 
Al día siguiente los viajeros toman la ruta para Sigüenza. La mañana es fría, gris. Cuando divisan la ciudad, evocan tímidamente Albarracín –no sabrían muy bien por qué. Tras desayunar en el Hostal “El Motor”, plagado de fotografías de celebridades que han pasado a degustar sus platos, se dirigen a la recia y almenada catedral. Tienen la impresión de qué está cerrada, pero se equivocan, hay culto y visitas en el interior. Penetran tras la huella del Doncel y preguntan a un cura por don José, el obispo guinaldés: “Acaba de salir, debe haber ido a palacio”, les responde. Allí se dirigen, pero en vano, nadie contesta. 
 
La mañana huele a procesión y por las calles comienzan a aparecer caballeros andantes –sin caballo-, con coraza y yelmo, que portearán los pasos por una improvisada Vía Dolorosa. Los viajeros suben zigzagueando por varios rincones al Castillo de los Obispos, ahora reconvertido en lujoso parador de turismo. Sigüenza es una ciudad cuidada, limpia, con una marcada impronta episcopal en sus calles, plazas y edificios. Tras la visita al castillo, bajan por la calle del Portal Mayor, en busca del Arco y, desde aquí, por la Bajada de San Jerónimo se topan con la procesión, que ha ido incrementando los pasos desde que salió de la catedral. Encuentran a don José en palacio, que agradece la visita. En animada plática el tiempo pasa y con él, Ciudad Rodrigo, Fuenteguinaldo, Sajeras, amigos y conocidos comunes, el devenir de las diócesis pequeñas y el incrontolado crecimiento de las cercanas a Madrid. Cuando se despiden, quedan en verse el día 28 de abril en León, en la toma de posesión de don Julián, electo legionense.
 
Al mediodía la ciudad es un hervidero. Las casas de comida están llenas, repletas. Turistas semanasanteros que salen y entran. Les dan mesa para dentro de una hora. Los viajeros toman la carretera para Atienza, descubren el castillo y las murallas de Palazuelos y suben a comer, tranquilamente, a Pozancos. Atienza, la “peña muy fort” del Cantar del Mío Cid, les espera.

(Continuará)


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