Combate incruento
José I. Martín Benito
La
mañana del 8 de abril se presenta, contra todo pronóstico, limpia. El
temporal anunciado debe estar mucho más al norte, en el Pirineo, o tal
vez al este, en las tierras ilerdenses, pero aquí, en Huesca, el
castillo de Montearagón se levanta en su cerro, libre de grises, con un
intenso azul por montera. Los viajeros enfilan la larga recta que les
separa de la ciudad y antes de las diez de la mañana se plantan delante
de San Pedro el Viejo. A esa hora no hay nadie en el templo, sólo la
encargada de expedir los boletos de la visita. Como si fueran retirando
invisibles cortinas, penetran en un pequeño claustro donde todavía no ha
entrado el sol, para hacerlo luego en una diminuta capilla que guarda
los despojos de Alfonso I el Batallador y Ramiro II el Monje. Parece
como si con ello se quisieran dar la mano los polos contrapuestos, las
dos caras de una misma moneda de aquella España que unía la guerra y el
convento. La espada y la cruz se unen pues en esta capilla mortuoria.
Para la tumba del rey campanero eligieron un sarcófago romano, como si
con ello quisieran enlazar la estirpe aragonesa con los ecos de
Sertorio, el general rebelde amigo de los hispanos.
La carretera atraviesa el Venia y luego remonta el Sotón hasta llegar a Bolea. La colegiata se alza sobre un promontorio que domina la llanura de la Sotonera. En el retablo de San Sebastián, junto al mártir, un obispo francés acéfalo, San Nicasio. Cuenta la tradición que el prelado de Reims cantó un salmo en el momento que el verdugo le separaba su mitrada testa del tronco y por eso la lleva entre las manos. Los viajeros se estremecen pensando que la sombra del rey Ramiro de nuevo les acecha. Eso fue por la mañana. Por la tarde, volverá la pesadilla cuando se encuentren con la cabeza del Conde de Aranda en una vitrina del museo de San Juan de la Peña. “¿A este también le cortaron la cabeza?”, pregunta Rodrigo.
De
Bolea a Loarre, inexpugnable fortaleza pétrea que guarda los
prepirineos. En su origen, junto con Marcuello, formaba una línea
defensiva frente a las plazas musulmanas de Bolea y Ayerbe. De nuevo
aquí clero y milicia se dan la mano. El ábside de la iglesia se
convierte en avanzado torreón sobre el vacío, rodeada de recios muros.
Hoy, sin embargo, la peña se muestra accesible, pero tras duras rampas.
La caballería ha sido sustituida por los automóviles y el cerco se
produce ahora por el lado norte, a tiro de ballesta. Cuando la
retaguardia alcanza la explanada, el asalto ya se ha producido. Cientos
de infantes corren por sus laberínticas dependencias y profanan la
cripta y su iglesia, con su panoplia de cámaras fotográficas. Son estos
los nuevos moradores temporales, que vienen y se van en un abrir y
cerrar de ojos. Mientras arriba, a la altura de las cumbres, los buitres
parecen esperar el final de tan incruento combate.
El mediodía ya ha pasado en Ayerbe. Huele a pan y a tortas en la plaza. En una esquina hay una tienda con productos de la tierra y “souvenirs”. La regenta una paisana de la diáspora, de Morales de Rey para más señas. Los viajeros la encontraron de casualidad. Entraron a comprar una postal para una amiga que lleva el apellido de la villa, por lo que debieron nombrar Benavente y aquella, atenta, se descubrió. Por Ayerbe estuvo de niño Ramón y Cajal y algunas placas en las calles lo recuerdan. Por allí también está un edificio que resiste decrépito el paso del tiempo; en el dintel de la puerta hay ¡vivas! con retratos de Franco y José Antonio, ajadas pinturas de un tiempo en blanco y negro. Pero Cronos también afecta a la luz de las estrellas: el palacio de los Marqueses, desvencijado, espera el soplo de los euros del Rhin o, tal vez los del Ebro, más próximo, sí, pero quizás más lejano.
Los
viajeros se reponen en una casa de comidas y después, cuando ya el
cielo se ha ido tornando gris, ponen rumbo a la tierra de los mallos,
enormes peñascos verticales que parecen crecer como Babeles. Eso si
antes no se desploman y en su cataclismo se llevan iglesias y caseríos,
que todo es posible. Prevenidos, los visitantes realizan la instantánea
para retener la imagen de aquellos colosos. Los mallos de Agüero y
Riglos son primos hermanos de la puerta de Roldán. Unos y otros se
forjaron en una época en que los gigantes dominaban la Tierra. Muchas
espadas y guerreros de leyenda tuvieron que emplearse para tallarlos.
De Agüero a San Juan de la Peña, remontando en parte el curso del Gállego. En Murillo el ábside de su iglesia recuerda el de la fortaleza de Loarre. Los viajeros bordean el pantano de la Peña y por una carretera solitaria e interminable, buscan los monasterios. Los pinares están atestados de nidos de procesionaria. Será porque es Semana Santa y hasta las orugas se asoman a la ruta para hacer también sus particulares desfiles. Eso sí, aquí en silencio. Los tambores quedan más al sur.
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- Campanas y mallos: Cabezas cortadas en Huesca
- San Juan de la Peña y la Santa Cruz de la Serós
Santiago peregrino. Colegiata de Bolea. |
La carretera atraviesa el Venia y luego remonta el Sotón hasta llegar a Bolea. La colegiata se alza sobre un promontorio que domina la llanura de la Sotonera. En el retablo de San Sebastián, junto al mártir, un obispo francés acéfalo, San Nicasio. Cuenta la tradición que el prelado de Reims cantó un salmo en el momento que el verdugo le separaba su mitrada testa del tronco y por eso la lleva entre las manos. Los viajeros se estremecen pensando que la sombra del rey Ramiro de nuevo les acecha. Eso fue por la mañana. Por la tarde, volverá la pesadilla cuando se encuentren con la cabeza del Conde de Aranda en una vitrina del museo de San Juan de la Peña. “¿A este también le cortaron la cabeza?”, pregunta Rodrigo.
Castillo de Loarre. |
El mediodía ya ha pasado en Ayerbe. Huele a pan y a tortas en la plaza. En una esquina hay una tienda con productos de la tierra y “souvenirs”. La regenta una paisana de la diáspora, de Morales de Rey para más señas. Los viajeros la encontraron de casualidad. Entraron a comprar una postal para una amiga que lleva el apellido de la villa, por lo que debieron nombrar Benavente y aquella, atenta, se descubrió. Por Ayerbe estuvo de niño Ramón y Cajal y algunas placas en las calles lo recuerdan. Por allí también está un edificio que resiste decrépito el paso del tiempo; en el dintel de la puerta hay ¡vivas! con retratos de Franco y José Antonio, ajadas pinturas de un tiempo en blanco y negro. Pero Cronos también afecta a la luz de las estrellas: el palacio de los Marqueses, desvencijado, espera el soplo de los euros del Rhin o, tal vez los del Ebro, más próximo, sí, pero quizás más lejano.
Mallos y villa de Aguero (Huesca). |
De Agüero a San Juan de la Peña, remontando en parte el curso del Gállego. En Murillo el ábside de su iglesia recuerda el de la fortaleza de Loarre. Los viajeros bordean el pantano de la Peña y por una carretera solitaria e interminable, buscan los monasterios. Los pinares están atestados de nidos de procesionaria. Será porque es Semana Santa y hasta las orugas se asoman a la ruta para hacer también sus particulares desfiles. Eso sí, aquí en silencio. Los tambores quedan más al sur.
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Gracias por explicar esto. Me convence la idea de que Aragón es una gran olvidada y que hay que perseverar en el conocimiento de su historia.
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