REJAS Y CUESTAS
Escudo del obispo Enrique Pimentel. |
De Benavente a Cuenca en busca de los Pimentel o, mejor dicho, de sus retoños episcopales. La saga tuvo dos, que se sepa: uno, Enrique, anduvo por estos lares y puso su empeño en dejar el emblema de la familia repetido en las puertas de la seo. También en el palacio obispal. El otro, Domingo, después de una mitrada carrera que le llevó a Sevilla, acabó de cardenal en Roma, donde fue sepultado en una tumba diseñada por el mismísimo Bernini. De aquello hace ya algunas centurias, pero el recuerdo se agarra al bronce o al mármol y se resiste a desaparecer.
Enrique y Domingo eran hermanos de padre. El primero un capricho del conde. El segundo, santificado por la legitimidad. Pero a la romana iglesia tanto le daba ser legítimo como no. En ambas cabezas puso la mitra. Entonces a Dios se llegaba desde cualquier rincón de la nobleza, ya fuera iluminado u oscuro. Santa Teresa, mientras tanto, buscaba a Dios entre los pucheros, pero Roma encontraba a sus pastores en las casas solariegas. Roma era entonces el centro del mundo, y allí acudían buscafortunas de todo tipo: desde tonsurados a mercenarios y desde lozanas –andaluzas o no- a animadas cortesanas.
Pero estamos en Cuenca. Roma queda muy lejos. Tanto que ni se ve. Es verdad que en Cuenca, como en otras muchas ciudades, toda evocación es posible. Empezando por los Pimentel, lo que nos llevaría al virreinato de Nápoles y a los venerados escudos en la fachada del Palazzo Real. Enfrente, Carlos III. Nápoles, Roma..., Italia, al fin y al cabo.
Pero será mejor retornar a lo que pisan nuestros pies en este puente de la Inmaculada. Es esta una ciudad de rocas y de hoces, de viaductos decimonónicos y de contemporáneos auditorios; a este lado miran las casas colgadas –no colgantes, como corrigen a los viajeros-; hay también un río sin agua –el Huécar-, con el lecho candado de piedras.
Parque de San Julián (Cuenca). |
En Cuenca hay dos mundos o, mejor, dos realidades urbanas. Una, hidalga y clerical, arriba, escalando la ladera donde comienza la serranía; otra, comercial y funcionaria, abajo. En la subida a la ciudad vieja el sentido de la verticalidad acompaña a los visitantes. Las casas son rítmicamente altas. Algunas se han remozado, adaptándose a las exigencias de habitabilidad de los nuevos tiempos, pero manteniendo el aspecto externo, para no parecer desarraigadas. Otras, guardan su recato tras recios enrejados de hierro. La rejería sorprende a los viajeros. Rejas en la catedral y en la empinada calle de San Pedro. La ciudad vieja es una cuesta permanente.
Buscando la comodidad y, tal vez, el descanso de las piernas, Cuenca se extendió hacia la parte baja. Pero no por ello se olvidó de sí misma ni de sus glorias. Acaso por eso sus moradores dieron al santo patrono Julián un jardín domesticado en el llano. Y es que recordarlo sólo en la capilla de la seo, por mucha urna de plata que se quiera, se hacía muy cuesta arriba. Lo mismo hizo con Alfonso VIII. Su nombre está también grabado en un rincón de la catedral, pero hay que pensarlo dos veces subir allí para rendirle homenaje. Quizás por eso, ahora el recuerdo del rey que conquistó la Cuenca islámica tenga nombre de hotel. No están seguros los viajeros, ni hicieron encuesta alguna, pero se atreven a pensar que si preguntan a los vecinos de hoy por Alfonso VIII, la mayoría les indicará que se encaminen al parque de San Julián y entren en la nueva morada del monarca. Es lo que tienen las glorias patrias, que pasado un tiempo, su nombre se tambalea o, como mucho, permanece asociado a rincones de menor enjundia.
En poco más de una hora se hace de noche. Los viajeros vislumbran la hoz del Júcar entre dos luces: una la natural, oscura, y otra la producida por artificios de la electricidad que parece abrazar a las formas roqueñas, entre fantasmales y voluptuosas. A esta hora la hoz es un gran escenario, un inmenso anfiteatro sin actores. Hasta este mirador han venido los viajeros, sólo para contemplar el decorado.
(Continuará)